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David contra Goliat en Madagascar

El acaparamiento de tierras por transnacionales agrícolas y mineras afecta a los pequeños propietarios malgaches que luchan por sus derechos

Carlos Bajo Erro
Un rebaño de zebús se pasea por la “Allée des Baobabs”, uno de los lugares turísticos más emblemáticos de la isla
Un rebaño de zebús se pasea por la “Allée des Baobabs”, uno de los lugares turísticos más emblemáticos de la islaC.B.

La de los pequeños propietarios contra las grandes corporaciones es una vieja disputa y no es patrimonio de los relatos bíblicos. El esquema de la lucha de David contra Goliat se repite día tras día en diferentes lugares del mundo y uno de los ámbitos en los que el desigual combate se reproduce sistemáticamente es el de la tenencia de la tierra. En África, el acaparamiento de la tierra se ha convertido en un serio problema para el desarrollo sostenible e, incluso, para la democratización. Uno de los ejemplos habituales de este problema es Madagascar, que puede ser la “Grande Île”, pero no es infinita. Desde hace décadas, las grandes explotaciones mineras y agrícolas han desplazado a pequeños campesinos y ganaderos, poniendo en riesgo, incluso la subsistencia de un buen número de familias. A pesar de la desigualdad de la confrontación, la sociedad civil malgache se ha organizado para no rendirse sin plantar cara. La organización SIF (Solidarité des Intervenants sur le Foncier) es uno de los colectivos creados para defender los derechos de esos pequeños usuarios de la tierra.

Madagascar es un país con un 80% de la población campesina. Desde hace más de una década aparece en los informes de acaparamiento de tierras realizados por organizaciones internacionales, centros de estudios y ONG, a la cabeza de los países preferidos por los inversores extranjeros. Uno de los países con mayor índice de pobreza, con una densidad de población moderada (es decir, con aparente disponibilidad de tierras), aparece como un candidato ideal para convertir el territorio en una fuente de ingresos. Sin embargo, la consecuencia más inmediata es el desplazamiento de quienes habían trabajado esas tierras durante generaciones sin necesidad de registros y el resultado más directo es la dificultad para garantizar el sustento de muchas familias. “En Madagascar, el acaparamiento de tierra provoca un problema de seguridad alimentaria, de desarrollo de las exportaciones y de protección del medio ambiente”, afirma categórica Nadya Randrianandrasana, la responsable de comunicación de SIF.

Randrianandrasana explica una de las dificultades principales para los campesinos malgaches: “La tasa de analfabetismo es muy alta y las leyes, incluso para las personas instruidas, son difíciles de comprender. Las autoridades se aprovechan de eso para favorecer a los inversores frente a la población. Cuando se trata de una autoridad del estado, los campesinos tienen miedo y no quieren tener problemas. Pueden haber estado cuarenta años trabajando las mismas tierras y un buen día llegan los grandes inversores y les desplazan”.

Una de las juristas de la organización malgache, Abdourabi Kadty Fatima, explica que “teóricamente la ley protege a los campesinos, incluso si no tienen documentos de titularidad, si son capaces de demostrar unos derechos de uso de esa tierra”. Pero esa es la teoría. La práctica es bien diferente, según señala esta experta. “Los campesinos que están en las zonas más rurales no saben que las leyes están de su lado y son las autoridades del Estado las primeras que ignoran los derechos de los campesinos, antes incluso que los inversores”, señala Fatima. Otra de las juristas del SIF, Antrina Suafilira es categórica cuando asegura que “la ley está ahí, pero nadie la respeta”.

Hay evidencias, recogidas por estudios de instituciones internacionales, de que la cesión de tierras por parte de las autoridades del Estado a inversores extranjeros sin contar con la opinión de sus ocupantes es una práctica que se desarrolla desde hace más de una década. Sin embargo, las alarmas sobre el acaparamiento de tierras en Madagascar no saltaron hasta el año 2008, cuando se hizo público que la compañía coreana Daewoo Logistics había sido autorizada por el Estado malgache a alquilar 1,3 millones de hectáreas (una superficie equivalente a la de la provincia de Jaén) para la producción de maíz y aceite de palma destinado al mercado del país asiático. Las condiciones de la cesión, sobre todo, para los campesinos que vivían en la zona, despertaron una ola de protestas que se dejó oír en el ámbito internacional. Ese movimiento de rechazo hizo que el proyecto se suspendiese e, incluso, que el gobierno se tambalease.

El SIF es una de las organizaciones que tratan de defender los derechos de agricultores y ganaderos malgaches frente a las grandes multinacionales

El escándalo Daewoo no ha provocado que se limite esa práctica. En 2013, el propio SIF, junto al Collectif Tany, otra organización que defiende los intereses campesinos desde la diáspora, y la ONG italiana RE-Common, publicó el informe Accaparement des Terres à Madagascar. El análisis comparaba el fenómeno con el de la colonización y vinculaba esta práctica directamente con la crisis alimenticia (los países con menos tierras tratan de garantizarse terrenos de cultivo mientras se los arrebatan a los campesinos de los países con menos poder), a la crisis energética (por la demanda de agrocarburos que habitualmente se cultivan en estas tierras acaparadas) y la crisis financiera (que ha hecho de los productos agrícolas otra materia de especulación).

Cinco años después del escándalo Daewoo, la investigación de las tres organizaciones detallaba el impacto de ocho proyectos de inversión extranjera con cesión de amplias superficies de tierra en siete regiones del país. Ya fuese para plantar agrocombustibles, plantas destinadas a la industria farmacéutica o productos alimenticios básicos (pero destinados a ser vendidos fuera del país), para extraer minerales, para explotar los bosques o para el sector turístico, las consecuencias eran siempre similares: el desplazamiento de familias, la ilusión de creación de empleo o recompensas económicas (que no terminaban de llegar) y la opacidad en la transferencia de los derechos de la tierra. De un lado de la balanza, cargamentos de jatrofa, ilmenita, níquel, eucaliptus o artemisia; y, del otro, pequeñas plantaciones de arroz o explotaciones ganaderas familiares.

En este caso la dimensión cultural de la tenencia de la tierra es fundamental. La mayor parte de los campesinos desarrollan actividades de subsistencia y, a pesar de llevar décadas en los mismos terrenos nunca han percibido la necesidad de registrar esta posesión formalmente. El porcentaje de pequeños agricultores que tienen títulos de propiedad es mínimo y el de los ganaderos casi inexistente. El problema en este caso es aún mayor.

En la región de Ihorombe, la compañía Tozzi Green pactó con el Estado malgache el alquiler de una superficie de más de 6.500 hectáreas. Aparentemente terreno baldío. Sin embargo, es la zona de residencia de los bara, una etnia que se dedica fundamentalmente a la ganadería y las tierras cedidas para el cultivo de la jatrofa (utilizada como agrocombustible) eran en realidad los terrenos de pasto tradicionales. “Los pastores aseguraban que morían cien zebús al mes por no poder acceder a los pastos y los zebús son los bancos naturales de los bara, en estos animales están depositados sus ahorros y en ellos hacen sus inversiones”, explica Abdourabi Kadty Fatima, jurista del SIF. “Los malgaches tienen tendencia a proteger sus tierras, por una cuestión cultural y de economía tradicional”, añade Antrina Suafilira.

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Durante los más de dos años que el SIF lleva apoyando a los campesinos malgaches en su defensa de la tierra, han plantado cara a empresas mineras, alimentarias o de producción de energía y han descubierto que la denuncia pública es un arma potente, sobre todo, combinada con la negociación. En la región sureste de Anosy llevan más de un año mediando entre la potente multinacional minera QMM – Río Tinto, que extrae ilmenita en la zona, y los campesinos locales. “Las sociedades no quieren una publicidad negativa. En algunos casos, las compañías incluso han llegado a perder puntos en bolsa y eso es lo que no les conviene y lo que les hace reaccionar”, explica Randrianandrasana. Según la responsable de comunicación del SIF, además estas pequeñas victorias son contagiosas: “Las empresas se comunican entre ellas y ante estas situaciones hacen movimientos para evitar la mala reputación”.

Lo cierto es que esta estrategia ha dado sus frutos, porque la organización que defiende los derechos de los campesinos considera que se habla más en los medios sobre los efectos de las inversiones extranjeras en tierras y también han conseguido que sus propuestas se incluyan en algunas modificaciones legales e incluso que el Estado realice una moratoria en la cesión de tierras e inversores extranjeros mientras se realiza un censo más preciso de los terrenos disponibles. Aunque en este sentido todavía queda mucho por hacer, según los miembros de esta organización. “Normalmente, las autoridades primero ceden las tierras y después los campesinos tienen que reclamarlas. Eso hace que el proceso sea más complicado por la ausencia de títulos de propiedad. Sólo pretendemos que el proceso se haga a la inversa, que primero se aseguren de qué tierras no están siendo utilizadas”, se lamenta Fatima.

La responsable de comunicación del SIF se preocupa por la imagen que se puede proyectar de su actividad: “No estamos contra las inversiones. No somos ni antidesarrollo, ni opositores. Sabemos que el país necesita dinero, pero eso no puede traducirse en que no se respeten los derechos de los campesinos, ni los de la población para decidir sobre las inversiones”. En este sentido, los miembros de la organización tienen miedo de la deriva que pueda tomar el fomento de la inversión extranjera que pretende el gobierno de Hery Rajaonarimampianina y piden responsabilidad a la comunidad internacional y de algunas instituciones que parece que empiezan a pedir garantías de respeto de los derechos de las poblaciones locales en las inversiones.

Sobre la firma

Carlos Bajo Erro
Licenciado en Periodismo (UN), máster en Culturas y Desarrollo en África (URV) y realizando un doctorando en Comunicación y Relaciones Internacionales (URLl). Se dedica al periodismo, a la investigación social, a la docencia y a la consultoría en comunicación para organizaciones sociales.

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